Thursday, January 07, 2010

Yo también quiero una autobiografía bien fraudulenta (divertimento con visos de realida)

Nota: los siguiente fragmentos fueron rescatados de los mingitorios de los tacos del Paisa
Ahora lo sé de cierto: moriré inédito.
Y no, no es una anotación en mi diario (que convenientemente dejaré encima del escritorio de algún reportero, en alguna redacción para que sea convenientemente "descubierto", ¡a fuerza!), es lo que me dijo el licenciado de la Chingada (sí, así se llama y así se comporta).
Tocó a mi puerta delicadamente con un tabique, y hasta me ayudó a tirar los restos de vidrio que colgaban del marco de la ventanita, no fuera yo a cortarme.
-!Óigame hijo de su rechingada!
-Diga usted.- le respondí amable a su interpelación.
-Aquí traigo la demanda, que usted ya perdió, en donde lo mandan directo a la mierda un chingo de editoriales.
Me sentí halagado, aunque no sé como llegaron a confabularse en mi contra el chingo de editoriales que me demandaban, porque no había enviado ningún tipo de material escrito a ellas. Pero en fin.
-!Y sépalo bien cabrón: nunca, pero nunca, publicará usted ni madres en este país¡
Iba a darle los buenos días, pero mi mano derecha le aventó en cambio la taza de café que me estaba tomando. Me arreó dos madrazos con su portafolio, y estando en el suelo fue cuando me vino la idea (junto con el chorro de sangre que salía de mi nariz).
Ante este hecho ineluctable (aunque no tengo la menor idea de qué significa ineluctable, pero se oye machin), he decidido dar a conocer una falsa autobiografía, que resuma mis logros y tropiezos como escitor que prefiere vivir como escritor y no como un escritor que escribe.
Agárrense, pues: En primer lugar, nací en el seno de una manada de perros, es lo que había a la mano en las calles de Mocorito, mi pueblo. Hasta los dieciocho años, viví convencido de que moriría joven. Pero el afable pollero que me encontró hizo el favor de explicarme que mis dieciocho años eran eso, dieciocho años y no tenía que aumentarlos de siete en siete, como perro, ni defecar en el suelo de su camioneta o alzar la pata cuando me daban ganas de orinar. Agradecido con el buen hombre que me había devuelto mi condición de homo sapiens, me dediqué a laborar en el salón de opio que regenteaba para la comunidad china de la región; entendí que era humano, y sufría de dolores reiterados (no sé si tenga algo que ver que el pollero la arriaba en mi contra y me atizaba con un bat de beisbol) y no sabía como dar salida a mis emociones y pensamientos.
Decidí que tenía que salir a vivir la vida, después de haberle masajeado los callos a la mamá del amable pollero, y aproveché un día en que llegaron hartos de sus amigos, para preguntar que dónde estaba la hierba. Mientras organizaban juegos con cosas de la casa, como el picahielos, salté por la ventana del tercer piso.
El siguiente recuerdo que me asalta es el del día que fijé mi vocación: quería ser escritor. Toda vocación se enfrenta con problemas que impiden o retardan su consecución, en mi caso fue que nunca había aprendido a leer y mucho menos a escribir. Aparte de eso, yo pensaba que el escritor era como don Remigio, el viejo puerco que les mecanografiaba las cartas a las chamacas en los portales y después quería meterles mano.
Para enfrentar a mis demonios comencé por declararme abstemio y un drogadicto en recuperación, lo cual también fue problemático, no porque no sea un atascado, sino que no tenía dinero ni para un cuartito de leche, mucho menos para una piedra o un toque, y ahora no puedo explicar el por qué aspiro, de vez en vez eso sí, un montón de coca como de 30 centímetros de altura (yo se lo achaco a los nervios de saberme observado).
Recuerdo que me olvidaba del hambre poniendo la cara frente al escape de los coches, de esa manera mataba dos pájaros de un tiro: no sentía hambre, ni tenía que caminar para buscar sustento, pero luego cuando se echaban en reversa me arrastraban dos o tres cuadras...
Aquí se corta el manuscrito, las otras 344 páginas son ilegibles.

Sueño del eterno retorno

Corre y sus pies pesan como si trajera dos placas de hierro en las suelas de los zapatos.
Ha perdido la cuenta de las veces que ha traspasado ese umbral, y ha visto el florero con las extrañas flores de zafiro. Ya no sabe cómo fue que terminó recorriendo una y otra vez, pero cada vez con mayor urgencia, los mismos pasadizos, las mismas escaleras.
Pasa de un cuarto opulento a un desván desvencijado y sumido en la penumbra. En esta casa (ahora lo sabe) se suceden los escenarios verdes y tranquilos (pero deshabitados) junto a las ruinas más sombrías.
Algo le sigue los pasos muy de cerca.
Lo siente inconmensurable, peligroso.
Alcanza a percibir por el rabillo del ojo sombras de una dimensión descomunal, y siente que en cada vuelta al mismo laberinto la distancia se va acortando.
A pesar de la conciencia de estar soñando, se va quedando sin aliento.
Pero no puede detenerse.
Por fin, su voluntad se quiebra y decide que ya no puede más.
En el cuarto de las flores de zafiro voltea. Trás de sí, sólo alcanza a ver sus propias huellas, nada más.
La duda lo paraliza, y es entonces que las sombras doblan el ángulo de la puerta y entra él mismo corriendo:
"¡Corre pendejo!", se alcanza a decir y los dos inician de nuevo la huida desaforada.
En el jardín, el reverendo Takata abanica al monstruo, mientras aguardan a que el sueño termine.