Monday, August 24, 2009

Carta

Mi querido Fernando:
Leo tu entrega semanal en este viernes y no pude reprimir el escribirte de inmediato.
En estos días, al cumplirse los 40 años de la celebración de Woodstock, no dejo de pensar en lo que el festival pesó y pesa todavía, en las vidas de muchas personas.Pero no sé si yo sea un heredero de Woodstock, yo nací 4 años después del evento. Y me encuentro, internamente, incapaz de reconocer algo que me pertenezca al ver las imágenes que se suceden sin fin en las pantallas de televisión, a diferencia de muchos otros.
Yo me pregunto cómo es posible que personas, como los conductores de los noticiarios culturales, puedan hablar como si hubieran estado, como si se identificaran con lo que sucedió.
No me apena ni me avergüenza declararme un bárbaro, en ese sentido.
Hay demasiada historia entre el festival y yo como para poderme identificar libremente con lo que ahí ocurrió. Si, como dijo John Lennon, el sueño se había acabado, para alguien como tu servidor, el festival no sería más que jirones borrosos de una época distinta por completo a esta que vivimos, un sueño que no me correspondía.
Que conste que no pongo en juicio lo que se defendía en Woodstock, lo sabemos perfectamente, no hay nada nuevo y lo que se pide ahora, ya se ha pedido con anterioridad. Al hablar de los hippies como herederos de la renovación, no pude evitar pensar en otro movimiento que pedía la renovación de su época, la convivencia fraterna y comunal, y el desprendimiento de los bienes materiales. Como los hippies, ese movimiento también fue juzgado con cinismo Fernando, pero de una u otra forma siguen presentes aún hoy, aunque, como con los hippies, la gran mayoría considere a los seguidores de Francisco de Asís una curiosidad más heredada de épocas anteriores.
Si algo puede identificar a una generación posterior a Woodstock, es el fracaso sonado de las utopías. El gran concierto, hablando generacionalmente, es el Live Aid de julio del 85. Algo completamente distinto a Woodstock. Un evento plenamente mediático, que congregó a millones, no en un terreno o un estadio, sino frente a la pantalla. Pero más allá de eso, el concierto es un signo que habla de la descomposición de las cosas. Woodstock celebraba el espíritu de comunidad, la petición del cese de la violencia, de las guerras. Live Aid es un grito para que la sociedad se despojara de su abulia y ayudara a los que no tenían (y siguen sin tener) qué comer.
Uno y otro, me temo, fallaron. Más aún al revisar la edición de Woodstock 1999, tres días de cosas que no tenían nada que ver con el Woodstock original usurparon el nombre y la herencia, hasta desembocar en una violencia irracional en el último día de los conciertos.
Seguimos inmersos en un periodo de desmedida acumulación, y ni las guerras ni el hambre cesan, por más figuras mediáticas (en muchos casos infladas hasta el exceso en un dudoso papel redentor) que se alternen a salir en frente de las cámaras.
Estoy consciente de que estamos en la etapa agónica de tal era, y que todo cambio conlleva graves desequilibrios, convulsiones, y quizá no nos toque ver en que desembocará. Sin embargo, creo que el amor y la paz no son las únicas opciones que se avizoran a la vuelta de los tiempos.
Otras formas, que se han establecido y caído al paso del tiempo, más duras, más opresivas y tiránicas, también esperan un eventual retorno, por más que, acompañando a Berman, no son más sólidas que el aire.
Perdona si distraigo tu tiempo con estos pensamientos, como siempre te envío mis mejores deseos y un abrazo fraterno.

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